FUEGOS DISTANTES

Cuando hace algunos días nuestros cielos de primavera alcanzaron una opacidad y agobio poco comunes en estas fechas del año y el aire se volvió espeso y sofocante de cenizas y humo, nadie entre nosotros pareció mostrar mayor asombro. Salvo por unas pocas líneas informativas en la prensa local, no se hizo mayor comentario público del asunto. Cosa curiosa tal silencio. Sobre todo si se considera que el clima y sus impredecibles caprichos - aparentemente más alarmantes cada año - ha sido siempre tema no sólo de conversación cuando no se tiene nada de qué hablar, sino también de cierta preocupación, no siempre exagerada en sus premoniciones de apocalipsis.

Insensibles a la calamidad de que somos partícipes pasivos, nos conformamos calladamente a la fealdad malsana de un cielo oscurecido por el humo y a la incomodidad, el malestar físico e incluso a la enfermedad que con lleva, y damos por hecho natural inevitable el que durante días y semanas se nos oscurezca el sol y el aire nos dificulte la respiración.

Curiosa insensibilidad, curiosa apatía ante un fenómeno de tanta consecuencia como son los incendios que con cada temporada, año tras año, por décadas y siglos han ido destruyendo a paso cada vez más apremiante - como si la destrucción total fuera un objetivo urgente - la limitada inmensidad de los bosques y selvas tropicales y sub-tropicales de México y Centroamérica. Situados en la región por donde los vientos del sur esparcen los humos y cenizas de los lejanos fuegos sufrimos bastante directamente algunos de los resultados negativos de ese daño distante, mucho mayor, que a la larga podría resultar inmensurable.

Como penachos de volcanes en erupción o nubarrones de una guerra de exterminio, el humo de las fogatas ciclópeas encendidas por la obtusa mano humana envenenan los cielos de amplias regiones geográficas con multitud de habitantes - sin duda demasiados - que necesitan respirar aires puros y adoran secretamente al sol. Por beneficiarse de unas cenizas fertilizantes que les den un año más de vida a tierras pobres, agotadas de labranza; por ganar unas pocas cuadras más de plantío que al cabo de unas pocas cosechas las volverá estériles la erosión inevitable donde falta el árbol destruído, los agricultores desatan las energías incontrolables del fuego que lo devora todo, transformando lo vivo en cenizas aventadas sobre el continente.

Como cumpliendo un ritual mortuorio de simbólicas premoniciones, los hombres de la tierra la destruyen con la empecinada insistencia de una tradición que no reconoce otro tiempo que el estático persistir del mito. Justificándose en la necesidad del momento, que les es adverso, y en la costumbre y lo aceptado actúan con el mismo ciego interés de los que, no sufriendo adversidad económica ninguna, anteponen a toda consideración la satisfacción de sus más inmediatas ambiciones. Y lo hacen del modo dramático y violento con que se lo ha hecho desde siempre, como si ese arrasar a fuego kilómetros y kilómetros cuadrados de selva virgen fuera un deber sagrado, hecatombe necesaria en errada adoración de los dioses implacables de la agricultura, la política y la miseria.

Consumidores insaciables de cuanto produce el planeta, callamos - ignorándolo - ante el estropicio y la invasión desoladora de tierras que, inadecuadas para la agricultura, no debieran desperdiciarse de tan indecorosa manera. Así ha sido siempre en nuestro abusado continente de tierras ubérrimas donde la voracidad del consumo de unos pocos ha justificado la explotación desmedida de lo que debiera ser el patrimonio- debidamente administrado - de todos. Los sofocantes y turbios cielos de nuestra primavera debieran habernos hecho detenernos escandalizados ante su significación. No se limita ésta, en su poder de pavorosas sugerencias, al hecho limitado de unos fuegos agrícolas mal controlados en las tierras del sur; incluye también el tanto más pecaminoso abuso de la tierra a manos de grupos de interés no necesariamente desesperados por las limitaciones de la miseria y el abandono. Con nuestro silencio, con nuestra tácita aceptación, justificados en parte por la falta de información y en parte, tal vez, por razones de política, condonamos el daño, condenándonos a la vez a un futuro habituado a las más calamitosas condiciones. •


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